Corría el año 711 de nuestra era. El reino visigodo de Hispania se desmoronaba con la fulgurante invasión musulmana por todos conocida. El caos y el miedo empujaron a los seguidores de Don Rodrigo, nobles, vasallos, religiosos y todos los tesoros que pudieron llevar consigo, a huir hacia el norte, hacia los territorios de los cántabros y los astures, en busca de refugio. Aquel país entre montañas que había resistido ferozmente a las águilas romanas primero, a los suevos y vándalos después, e incluso a los propios visigodos durante casi dos siglos hasta el reinado de Leovigildo, a finales del siglo VI, era ahora el único lugar de la Península que ofrecía ciertas garantías de supervivencia para los aún fieles partidarios del bando vencido en la reciente guerra fraticida por el trono de Toledo.
Durante algún tiempo, los invasores islámicos no mostraron interés alguno por llevar su conquista a las alturas norteñas, y este periodo fue aprovechado por los nobles visigodos exiliados y los jefes guerreros de las tribus montañesas para reorganizar precariamente un pequeño ejército que basó su estrategia en la guerra de guerrillas característica de los antiguos cántabros y astures.
Así, en aquel clima de continuas batallas fugaces, incursiones de los invasores, emboscadas a la antigua usanza de los montañeses, victorias efímeras, retiradas dolorosas, sangre y muerte, nació la historia del pellejo de toro. Y seguramente nació como un susurro al oído, como un secreto íntimo que sólo unos pocos sabían, porque aún hoy en día cuando sentados en el escaño, en un entorno estrictamente familiar, alguien cuenta esta historia, lo hace bajando un poco la voz, cuidando que no lo oigan oídos ajenos, sin contar absolutamente todo lo que se sabe al respecto. Y es que la leyenda viene a ser algo así:
En el Valle de San Pelayo, que antes se llamaba Valberga, dicen que había un rey en tiempos de la conquista musulmana. Y pasó que cuando iban a llegar los moros, viendo la gente que el enemigo era muy superior y que no serviría de nada plantarles batalla, decidieron abandonar el Valle y refugiarse en las peñas y los bosques. Pero aquel rey, que poseía un tesoro de monedas de oro, viendo que no podía huír con él, decidió esconderlo en un lugar secreto para recuperarlo cuando el enemigo fuese expulsado de aquellas tierras. Para ello, cogió un gran pellejo de toro, fabricó un saco con él donde puso todas las monedas de oro, y luego lo enterró.
Los moros llegaron y conquistaron el Valle despoblado. Luego hubo batallas, claro. Los cristianos guerrearon por Valberga, e incluso se dice que el propio Don Pelayo fue vencido en la zona que hoy se sigue conociendo como las Derrotas. Pasaron muchas cosas durante algunos años, incluso los moros fueron expulsados definitivamente, pero, lo que jamás sucedió fue el regreso de aquel rey olvidado, quedando el pellejo de toro enterrado en algún lugar desconocido del Valle.
Hay quien dice, siempre en confidencia, que el pellejo está en el viejo castro vadiniense del Corón; Otros que en el Prao Toro próximo a las ruinas de la Ermita de San Pelayo; Los más, dicen que lo enterraron en la zona del Villar. El caso es que todas las generaciones conocieron a alguien que buscó, por supuesto en secreto, el deseado pellejo para hacerse con su tesoro, y de vez en cuando estos y otros lugares amanecen escarbados y no por el jabalí.
Y si toda esta historia y sus detalles están envueltos en tanto misterio, secreto y hermetismo, ¿por qué yo escribo abiertamente para que alguien que no conozco lo pueda leer? Obviamente porque tal vez todo lo que acabo de contar sea mentira, o lo suficientemente inexacto y confuso, o…
… o puede que yo, como cada persona de Liegos para sí mismo, guarde las verdaderas pistas de dónde está el tesoro para contárselas a la persona adecuada, en el escaño, junto al fuego, y con un tono de voz lo suficiente bajo como para que nadie más lo oiga.
Tal vez el tesoro que legar, el verdadero Pellejo de Toro escondido, sea la propia leyenda.
Relato narrado por Juan A. Gil Valbuena, de Liegos